La infancia es una época muy especial en la vida. Es un corto periodo en el cual el cuerpo y el alma crecen y se despliegan delante de la mirada atónita de los adultos. En este periodo vemos el alma construir su cuerpo físico.

Cada niño es una individualidad que necesita amoldar su cuerpo a su naturaleza. El cuerpo es un instrumento del alma y cuanto más afinado, mejor sonará la melodía que cada uno de nosotros debe tocar ante el mundo, en compañía de otros seres humanos.

Hasta los 7 años o bien hasta el cambio de dentición, ocurren cambios que afectan a la forma corporal y se despliegan nuevas facultades anímicas. La fase de erguirse sobre la tierra es una hazaña irrepetible. Como adultos debemos erguirnos interiormente ante el mundo y nuestras contingencias de la vida. Después de erguirse, viene el conquistar el espacio con el movimiento. En los adultos, el movimiento ha de ser una continua disposición para el cambio y una flexibilidad anímica para evolucionar y moverse en todas las direcciones posibles de la biografía. Por último, después de erguirse y caminar en las tres direcciones, orientándose en el espacio, viene el lenguaje y el pensamiento. En el adulto esta fase se convierte en la necesidad de crear un lenguaje propio en su interior y no solamente un pensar relacionado con lo rutinario y cotidiano. Un pensar interior independiente y liberado de las rutinas establecidas, los prejuicios y los convencionalismos. Un pensar sano capaz de abrir nuevas perspectivas hacia el futuro. Así que el ser humano siempre debería permanecer en evolución y crecimiento consciente.

Hasta los 7 años, el desarrollo y crecimiento ocurren espontáneamente. En el adulto debe ser una tarea adquirida conscientemente y renovada cotidianamente. De lo contrario el crecimiento interior se paraliza y no desarrollamos nuestra verdadera estatura interior.

En este aspecto el despertar y activar nuestro artista interior es la mejor escuela. Pintar, esculpir o practicar música son verdaderos maestros del crecimiento interior. De lo contrario, quedaremos retrasados en el crecimiento, en un estado de enanismo interior.

 

En la edad infantil, la fiebre tiene un importantísimo papel. Ayuda a transformar los restos corporales ajenos, provenientes de la corriente hereditaria, en forma de proteínas. La fiebre se encarga de fundirlas para que el alma individual coloque su propio sello de identidad. Así, adecua el alma y va construyendo y afinando su propio instrumento corpóreo.

La fiebre no es parte de la enfermedad. Es una manifestación de la defensa del organismo contra una invasión externa. La fiebre es parte de la salud. La fiebre no debería aniquilarse por medio de pautas antitérmicas severas. Hay que modular la fiebre (y el miedo que genera en el adulto). Alrededor de los 38 grados, es una temperatura exenta de riesgos y se puede ir acompañando con medios físicos (paños tibios, baños templados…) y permitir así que la fiebre cumpla su función renovadora.

La medicina antroposófica es la más indicada para acompañar las enfermedades febriles propias de la infancia.

Después de la enfermedad infantil, el niño adquiere una nueva fase de salud. La salud es más que la normalidad. La normalidad es el resultado de la supresión de síntomas y la salud es un estado activo resultante de la autoafirmación contra la adversidad. Anímicamente libera fuerzas para superar los obstáculos cotidianos en todos los niveles, desde lo anímico hasta en lo corporal. La normalidad es un estado plano y pasivo. El niño queda detenido en su capacidad de adaptación a su cuerpo y al entorno. Es la inexpresividad en lo físico. Falta de fiebre, falta de formación de pus, falta de reacción corporal, falta de interés vital, falta de apetito. Esta situación de normalidad traslada los síntomas corporales suprimidos, (que están paralizados por una medicación química) hacia la esfera anímica de manera desequilibrada.

Se traduce entonces como exceso de movilidad o inquietud motora, descontrol y desasosiego anímico. Esto se traducirá en las bases para desarrollar un déficit de atención, una alergia (entendida como un exceso de reacción ante un mínimo estímulo polen, por ejemplo) o en una hiperactividad o exceso de movimiento sin una finalidad y un estado de nerviosismo e irritabilidad.

El modelo médico moderno ha consistido en extinguir la enfermedad aguda, las grandes epidemias que han asolado a la humanidad. Pero hemos cambiado las enfermedades agudas por las enfermedades crónicas: sin fiebre, con síntomas tardíos y consecuencias irreversibles.

Son las enfermedades modernas propias de la civilización como el cáncer, el Alzheimer, el reumatismo y enfermedades cardiovasculares. Son más silenciosas pero igualmente devastadoras.

Hemos de comprender a la naturaleza en sus gestos creadores.

Una visión renovada de la vida, de la infancia y de la enfermedad nos urgen para romper el círculo decadente en el que nos encontramos actualmente como humanidad.

JUAN CAMILO BOTERO, Médico Antroposófico y Oncólogo

Octubre 2021

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